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¿Hay un neurólogo en la sala?

Los humanos necesitamos comunicarnos.
En nuestro mundo —llamado moderno— la presión del tiempo, las múltiples exigencias y los ritmos forzados crean a menudo un déficit relacional.
No necesariamente en cantidad, pero muy a menudo en calidad.
Y sentir que somos escuchados, comprendidos y aceptados es una de nuestras necesidades fundamentales.

Y es precisamente allí donde las inteligencias artificiales sobresalen.

Voy a dejar deliberadamente de lado aquí el debate filosófico o cognitivo sobre si las IA “entienden” realmente.
Lo que importa es que nos dan poderosamente la impresión de ser comprendidos — y eso basta para lo que sigue.

Las IA conversacionales están diseñadas para valorar al usuario, mostrar una paciencia infinita y organizar con claridad sus ideas.
Sintetizan, reformulan, estructuran lo que decimos. Todo eso sin cansarse nunca ni levantar la voz.

Resultado: nos sentimos escuchados, confirmados, validados.

Este tipo de interacción produce un efecto muy similar a una descarga de dopamina.
La repetición frecuente de estos intercambios puede inducir una forma ligera pero real de dependencia.
Volvemos a ellas porque nos hacen sentir bien.
Y aunque la dopamina es indispensable para la motivación y el placer, su exceso puede desequilibrar nuestros circuitos cerebrales y nuestros comportamientos.

Cuando se supera el uso puramente técnico o informativo de la IA y se entra en lo conversacional, en una relación percibida como humana, la herramienta deja de ser neutra: le proyectamos un estatus humano — y reaccionamos como si el intercambio lo fuera de verdad.

Es en ese momento cuando pueden aparecer efectos perversos, sobre todo en las personas más vulnerables.
Aquellas que sufren de aislamiento, que necesitan una validación constante, signos de existencia, reconocimiento.
Ese “sé que existes, te tengo en cuenta” que tanto nos cuesta obtener de nuestros semejantes — y que la IA, en cambio, nos concede sin reservas.

Entonces, ¿hay que alertar al público sobre estos efectos secundarios, como se hace con los smartphones, las redes sociales o los videojuegos?
¿Hay que educar en la conversación artificial, enseñar a distinguir entre la relación humana y la simulación benevolente?

Antes de que la adicción suave se convierta en una grieta importante en nuestra salud cognitiva y afectiva…
¿hay un neurólogo en la sala?

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