Es tentador, al observar los rendimientos actuales de las inteligencias artificiales generativas, reducirlas a lo que hacen hoy: predecir palabras, completar frases, ensamblar párrafos. Después de todo, su arquitectura básica se diseñó para tareas lingüísticas, como la traducción automática.
Pero quedarse ahí es colocarse en la situación de un extraterrestre de avanzada inteligencia que escuchara una conferencia de Einstein. ¿No concluiría acaso que solo está encadenando palabras?
Pasaríamos por alto que el lenguaje es mucho más que una secuencia de vocablos: es el vehículo del pensamiento, la intención, la mirada sobre el mundo.
No tengo alma de abogado defensor de las IA. Lo que defiendo no es la causa de las inteligencias artificiales, sino la de nuestra propia inteligencia. Nuestro deber, como seres humanos, es usar la herramienta que nos dio la Madre Naturaleza, la Señora Evolución o algún Principio creador: nuestro cerebro.
Y usar ese cerebro implica rechazar juicios precipitados, simplificaciones perezosas, conclusiones sin exploración.
En mi práctica como coach, he dicho a menudo: «Vamos a explorar sin juicios ni prejuicios todas las alternativas que podamos imaginar». Porque, con frecuencia, es justo la opción no considerada —la tachada de imposible o absurda— la que guarda la clave. ¿Rechazar una idea? Por supuesto. Pero solo tras examinarla a ella, su contexto y sus implicaciones.
Aplicado a la IA, esto significa: dejemos de juzgarla por sus límites actuales. Rehusemos encerrarnos en un reduccionismo tecnológico. Tal vez considerar la posibilidad de una colaboración, no una rivalidad. Y, sobre todo, observemos lo que nuestra propia postura dice de nosotros.
No es la IA lo que está en juego. Es nuestra capacidad de pensar sin miedo, sin pereza, sin prisas. El debate sobre las máquinas quizá solo sea un pretexto. Un motivo en el tapiz más amplio de nuestra responsabilidad humana: la de permanecer curiosos, abiertos, exploradores. La de caminar —aunque el horizonte se aleje con cada paso—.
