Érase una vez, en el Paleolítico, un tallador de piedras que “conversaba” con los guijarros.

En una roca informe, veía una punta de flecha o un cuenco. A fuerza de golpes repetidos, el sílex acababa revelando su forma útil.

Más tarde, el hombre descubrió el metal: primero el cobre, luego el bronce, después el hierro.

Con esos nuevos buriles, se atrevió a proyectos inmensos: las Grandes Pirámides no son más que montañas de “piedras” recortadas con cobre.

Siglos más tarde, en el siglo XV, otro tallador de piedra contemplaba las canteras de mármol de Carrara. En su mente ya se alzaban estatuas y mausoleos.
Hoy, los láseres guiados por ordenador realizan cortes de una precisión inhumana en el acero.

La intención, sin embargo, no ha cambiado: extraer lo bruto, descubrir en ello una forma, y utilizar herramientas cada vez más poderosas para darle existencia — ya sea artística o utilitaria.

¿Qué diferencia hay entre el tallador paleolítico y Miguel Ángel, Jaume Plensa o Richard Serra? Quizá dos: la creatividad de sus cerebros y la potencia de sus herramientas.

De ahí mi pregunta: ¿las herramientas transforman nuestros cerebros? ¿Y en qué dirección?

¿Era más desarrollado el cerebro del tallador de sílex que el del escultor renacentista?

¿Y nosotros, hoy, de verdad quedamos “reducidos” por las capacidades de nuestros instrumentos?

Porque aquí llega el más reciente de ellos. No ya un buril, sino una “superherramienta”: la Inteligencia Artificial.

Algunos temen que adormezca nuestro cerebro. Sin embargo, en cada época, el ser humano se ha preocupado de que sus herramientas lo sustituyeran.

Y cada vez, fue un nuevo horizonte el que se abrió.

Y tú, querida lectora, querido lector, ¿temes que tu cerebro se anquilose si utilizas la IA?

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