(O: cómo entendernos mejor antes de juzgarnos mal)
Hablamos.
Pero a menudo, no nos entendemos.
No necesariamente por desacuerdo.
Una palabra se desliza, un sentido se desvía, un tono se escapa, y ya el otro reacciona a lo que no hemos dicho — o hemos dicho mal.
En el origen de nuestras palabras, suele haber una niebla de ideas aún flotantes.
Conexiones neuronales que se buscan, que se ensamblan en un intento de discurso, suficiente para uno mismo — pero demasiado difuso para ser bien transmitido, y aún más para ser bien comprendido.
Falta una estructura clara, una secuencia lógica, una elección precisa de palabras, una adaptación al modo de decodificación del oyente.
¿Y si la inteligencia artificial pudiera convertirse en un espejo saludable?
No omnisciente, ni perfecta, sino atenta, paciente, esclarecedora.
Puede ayudarnos a formular antes de publicar, a clarificar antes de proyectar, a comprender lo que creemos decir.
No como herramienta de sustitución, sino como compañera de lucidez.
Un espacio neutral donde pulir el pensamiento, estructurarlo, aclarar su sentido y desactivar el malentendido.
No para uniformarnos, sino para permitirnos transmitir mejor lo que realmente queremos expresar.
Y doy testimonio de que, en ese papel, se muestra sorprendentemente competente.
La mayoría de los conflictos no nacen de verdaderas oposiciones, sino de aproximaciones en la formulación, de ambigüedades en la intención, de nieblas en la recepción.
En ese caso, la inteligibilidad asistida no sería en absoluto el fin del lenguaje humano.
Podría, por el contrario, convertirse en el motor de una comprensión más universal.
Tal vez incluso en su partera socrática, que susurra:
«Escúchate antes de pedir ser comprendido.»
Porque, al fin y al cabo, la mayoría de los malentendidos nacen de un mal entendido, tanto por los otros como por uno mismo.
Y tú, lector querido, ¿piensas, como Paul Watzlawick, autor de la «Teoría de la comunicación humana», que no sabemos lo que hemos dicho hasta que otro nos lo ha explicado?
