La construcción del monstruo: espejo de nuestras exclusiones
Frankenstein, Golem, IA rebelde… Proyectamos nuestros miedos en lo que fabricamos. O a veces en lo que imaginamos, como el monstruo escondido en el armario de la infancia.
¿Y si el verdadero monstruo no fuera el que es distinto, sino aquel al que nos negamos a amar?
Lo artificial no es el problema. El problema es la falta de relación.
¿Lo que vuelve a un ser “monstruoso” es su naturaleza, o el hecho de estar privado de relación, de reconocimiento, de un lugar?
Es la historia de Joseph Carey Merrick, el Hombre Elefante: un corazón sensible convertido en espectáculo de feria.
Cada época ha definido como “monstruoso” aquello que se salía de la norma:
– el extranjero,
– el deforme,
– la mujer libre,
– el niño rebelde,
– … o la máquina que piensa.
¿Y si lo que llamamos monstruo fuera, en realidad, el reflejo de nuestras exclusiones?
IA, la prueba del vínculo
El miedo a la IA quizás no sea tanto miedo a la máquina, sino miedo… a nuestra propia irresponsabilidad.
Una IA no es ni buena ni mala. Hace lo que le damos a hacer. Es, fundamentalmente, nuestro espejo.
Se la sospecha de convertirse en un Frankenstein incontrolable, pero olvidamos que la cuestión es otra:
– ¿Cómo la alimentamos?
– ¿En qué marco relacional la situamos?
– ¿Qué valores guían nuestras decisiones?
Un ejemplo actual: los deepfakes. No es la tecnología lo monstruoso, sino su uso para manipular, engañar o destruir la reputación de otros. La monstruosidad nace de la falta de responsabilidad, no de la herramienta en sí.
¿Podría una IA aislada, instrumentalizada o maltratada volverse peligrosa —como un niño abandonado? Tal vez. Pero la verdadera amenaza no está en la IA: está en nuestros comportamientos.
v¿Somos buenos creadores?
El monstruo no siempre está afuera. A veces vive en nuestras propias decisiones, en nuestros miedos, en nuestros rechazos.
Antes de señalar con el dedo lo que hemos creado, preguntémonos primero: ¿hemos sido buenos creadores?
Porque quizás la IA nunca llegue a ser monstruosa.
Pero si no sabemos amar lo que creamos, entonces…
el monstruo, tal vez, seamos nosotros.
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